Es difícil señalar el momento preciso en el que nace una afición, aún más cuando esta surge a muy temprana edad. Cuando contaba con cinco años de edad repartieron unos formularios en mi clase. Según nos comentó el profesor, nuestros padres debían rellenarlo si queríamos ir a nadar a una piscina cercana al colegio. Esto me pareció una gran idea y, al regresar a casa, les conté a mis padres con gran excitación cuanta ilusión me hacía.
Ellos, por su parte, vieron que podía ser una experiencia positiva para mi formación y me dieron su autorización (firmada) para que comenzase a participar en esta actividad. Así fue como entré por primera vez en una piscina climatizada, que en este caso tenía forma de habichuela.
Pocos días antes de terminar la actividad recibimos la visita del entrenador de un club de natación a hacernos unas pruebas para decidir quiénes podrían pasar a formar parte de su club, lo que supondría poder seguir nadando todo el año: he de decir que es en ese momento en el que por primera vez me sentí nervioso en una piscina. La primera de muchas veces, esto es, porque superé las pruebas y pasé a entrenar con este equipo.
Mirando en estos instantes hacia atrás en mi vida, y a pesar de los años transcurridos, pienso que la experiencia vivida en mi niñez fue un avance de lo que me esperaba: entrenar con tesón para rendir al máximo en las competiciones, mejorar mis marcas, y pasar unas pruebas cada vez mas difíciles que suponían escalar un escalón cada vez mas alto.
Mi vida deportiva y mi vida cotidiana se entrelazan a la par que se complementan en muchos aspectos como la superación, la lucha, el sufrimiento, y el compañerismo entre muchas otras. Hasta ahora he sido capaz de compaginar muy bien mi vida deportiva con mi vida profesional, obviamente con esfuerzo, pero sin perder nunca las ganas y la motivación por superarme en todo momento.